Despertar de día

5:40 me arranca el despertador de la cama de lunes a viernes. 6:20 salgo de casa. Cuando camino por Santa Fe hasta Junín, se aparecen, desordenados, urgentes y como ruegos algunos pensamientos. No siempre son los mismos. Algunos recurren. El que más, sostiene, afirma e insiste: «Necesito despertarme de día».

Como estudiante crónico de Ciencias Sociales, trato de descreer en lo natural ligado a lo humano. Pero te juro, que el cuerpo, ese que salió arrancado de la cama, me dice que es anti natural despertarse todos los días de noche, sin la luz del sol entrando por la ventana. Y me duele la panza, el pecho. Ahí.

Capaz son las luces blancas, artificiales, sin alma, de la avenida. O puede ser porque no desayuné. O porque se, en invierno, que al sol no lo voy a ver. Y mientras llega el 101, obsesivamente puntual a las 6:27, el alba no pinta ni por asomo. Subo, y mientras le digo «6,25» al chofer, el pensamiento-cuerpo aparece de vuelta. El mismo de todos los días.

Necesito despertarme de día.

 

Certeza APP

Nos aterra la idea de perdernos, de pasarnos de parada, de bajarnos mal. Entonces, podemos ver a un pibe en el 101 siguiendo al instante el camino del bondi con el GPS del celular (Una línea azul marca el recorrido pasado, presente y futuro. Un puntito en movimiento es el colectivo resignificado y monitoreado)

Nos angustia no saber si alguien leyó o no nuestro mensaje o si está usando el teléfono ahora. Entonces, tenemos las dos tildes celestes del whatsapp y la última hora de conexión.

Nos choca no programar los días. Entonces, tenemos la app del pronóstico que nos detalla las posibilidades de lluvia hora por hora. Por lo tanto, un 70% que no nos dice nada, condiciona todo.

Por suerte no sabemos cuál es la próxima canción con la que nos vamos a emocionar, quién marcará el próximo gol que nos lleve a abrazar con un extraño en la cancha o qué nota de bajo nos estará pegando en el pecho a la madrugada.

 

Semáforo

Chiclana y Caseros. Cualquier mañana. 6 horas, 58 minutos, 30 segundos. Semáforo en verde.

Siempre, siempre, siempre (y un siempre más, por las dudas) que tengo que cruzar Chiclana, el semáforo está en verde. En la «X» ancha que forma en su intersección con Caseros -mucho cemento, poco sentimiento-, me pregunto si es el mismo verde de ayer, de antes de ayer, de la semana pasada, del mes pasado, del año pasado, de la vida pasada.

La pinturería que está enfrente tiene las luces blancas, cegadoras de su interior totalmente prendidas. El local, cerrado. Los baldes exhibidos, impolutos. Listos para que alguien se los lleve, como perro sin dueño.

Mientras, pienso que hoy sí. Hoy me escapo. No voy a trabajar. Ya fue. «Rompo la vidriera, libero esos baldes tristes y al carajo. Nadie se va a dar cuenta», me digo convencido y sin miedo.

Chiclana y Caseros. Cualquier mañana. 6 horas, 59 minutos, 30 segundos. Semáforo en rojo.

Cruzo, paso por la pinturería. Miro. «Uh, tengo que fichar a las 7 en el laburo, porque pierdo los $800 de presentismo», me advierto en un rapto de responsabilidad pequeño-burguesa. Apuro el paso en los 150 metros que faltan hasta el depósito de motos donde trabajo.

Y cuando entro me doy cuenta de que no. No me escapé. No liberé los baldes. No rompí la vidriera. «Mañana sin falta», me consuelo.